sábado, 24 de abril de 2010

Texto por Cynthia Rodríguez.



Antes de irse a Chile, Laiza Onofre ya tenía su historial en Monterrey: era integrante de una de las bandas experimentales más importantes de la escena (uvi.lov), solista con su proyecto folk Celesta en la Cesta, y una prometedora artista gráfica que había expuesto en lugares como No Automático, Arte A.C. y la Alianza Francesa de Torreón. Se despidió por un momento de su Alma Mater con una exhibición en el lobby de la biblioteca, a la que atinadamente nombró Bon Voyage. Fue una retrosprectiva en la que nos compartió su trayectoria hasta aquel momento: desde los trazos que obsequiaba en sus años tempranos, hasta los grabados e ilustraciones más avanzados. Siempre con aquellos cautivadores personajes que nos recordaban a ella y a nosotros mismos.

Luego se fue a la Pontificia Universidad Católica de Chile, en Santiago. Estaba lejos de quienes la habían visto crecer y de quienes habían crecido a su lado. Casi ermitaña, ella podría decir, en un país con distintos modismos, clima, economía y organización. Como extrañaba tanto a sus amigos, les comenzó a enviar postales hechas por ella misma y honestas en su contenido. Se sintiera bien o mal, lo hacía saber a través de ellas.

Fue así que se percató que hay dos distancias que separan al hombre: la física, delimitada por fronteras; y la simbólica, delimitada por el lenguaje. De algún modo, las palabras no siempre bastan para contar lo que de verdad sucede.

Estando allá, hizo unas veinte postales. Para tener registro de que llegaron a su destino, la gente se fotografiaba con ellas. De regreso, ella sintió que debía continuar con esta labor y enviar postales a los amigos que hizo en Santiago. No sólo eso, sino que ahora el destinatario podría intervenir la postal y hacer posible la comunicación recíproca.

La intervención ha sido libre: las postales han sido dibujadas, pintadas, recortadas, pegadas, filmadas, o amplificadas. Laiza no ha puesto límites al respecto, pues siente que el diálogo no debería limitarse. Sólo así podrán cerrarse definitivamente las distancias.

Es obvio que, a su regreso, vemos a una Laiza Onofre distinta a la que se fue. Una persona que renació de los cambios y que pasó del individualismo a la colectividad. Alguien cuyos ojos, de por sí abiertos, se expandieron lo suficiente como para rodear al globo terráqueo. No todos los continentes han sido cubiertos a la fecha, pero tarde o temprano lo serán. .

Cierro con un comentario en el que ella resume la manera en que su existencia cambió tras del éxodo. Aclaro que no creo que tengamos que irnos de la ciudad para sentir lo mismo que Laiza; pero sí es necesario largarnos de nuestras prisiones, ataduras, y malos recuerdos:

“Hace un año, recogí mis cosas y me fui de aquí. En Santiago de Chile encontré lo que necesitaba: nada.”

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